Joe Barcala
5 de enero
Simplemente llora, sentado en la esquina del terreno que llama hogar. Heredero, decían, de una inmensa fortuna. Dueño del cielo, del aire, del tiempo, del sol y la luna en todo su impasible belleza. Afortunado por nacer, entre millones que no lo lograron porque tendrían madres descuidadas o padres cabrones. Él, no obstante, llora. Quizá sean sus pies descalzos, el frío o el hambre. Esa tierra que le esperó por miles de años para darle la bienvenida, que acomodó sus flores y le hizo un bello jardín al lado de su casa, donde la lluvia refresca y las nubes producen incesantes nuevos colores cada atardecer; las estrellas resplandecen en el campo abierto como una gran sopa de harina. Poseía un gran corazón, el más grande de toda la región; y unos vigorosos pulmones que le refrescaban con media bocanada. Era dueño también de una sangre bondadosa, noble, tierna y pese al dolor contaba con largas piernas que le llevaban con libertad, su otra riqueza, a donde le llevara el día.
¿Qué le hacía llorar entonces, si su mundo era único en miles de millones de infortunados, disecados, planetas? ¿No le bastaban los árboles y los regalos que la gente al verle en su condición le hacía? ¿Era entonces un desagradecido? ¿O es que no soportaba los gritos de su padre, la pobreza e ignorancia de su madre? ¿Tal vez el desengaño de que otros se habían apoderado de sus riquezas, le habían ensombrecido el sol, le taparon las estrellas, le edificaron en su bello jardín una inmensa fábrica de miserias?
Vio entonces que el mundo que recibió como regalo le deparaba angustia y desesperación, rechazo e incomprensión, abusos, desprecio, guerras y hambre. Vio además que aquello en realidad nunca le perteneció. Algunos llegaron antes que él y lo desterraron. Y sus lágrimas cayeron sobre la ahora desierta tierra que no le pertenecía más. No hubo espacio para él, no le dieron más que un techo de palma y mil promesas de mundos etéreos que gozaría cuando muriera; cuando no se podría reclamar el engaño. Llorar así, no es una costumbre, es una maldita y eterna agonía. ¡Podría decir que no vivía! y reclamar el cielo prometido. Vivir para él era estar en el limbo, o más bien en un infierno. Vivir para él, era estar muerto. Y, como sólo los grandes amos pueden hacerlo, como las estirpes de reyes y sabios saben, daba la vuelta a sus problemas y sonreía.
Joe Barcala
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