Hoy me van a ejecutar con la navaja decapitadora y no me importa. Siento que ese grupo estúpido de personas me han juzgado mal, pero ya me harté de explicarles lo que en realidad hice y ellos creen que es brujería. Sólo a ellos se les ocurre semejante idiotez. Por fin moriré. Ya estoy hasta la coronilla de sus asquerosas comidas de establo y de los guardias abusivos y burlones. Por fin veré la luz, aunque sólo sea para salir a la plaza enardecida de fanáticos enloquecidos que se alegrarán por verme morir y disfrutarán viendo cómo rueda mi cabeza por el suelo de ese indecente y condenable templete.
Moriré en paz con mi alma, pues aquel anciano estaba sufriendo y fue él quien me pidió que le encendiera unas velas y le aromatizara el cuarto con incienso. No era ninguna ofrenda a satanás. No era un conjuro de hechicería. Era simple y llanamente el cumplimiento de un deseo. Al menos el viejo murió como quería.
Y las estrellas del cielo son conscientes de mis pasos. He cantado a mi señor los salmos de honor por las mañanas y el Ángelus a las doce y a las seis. No me queda más que esperar el último aliento de este efímero cuerpo y abrazar por fin a mi Señor. Habré de alabarle por toda una eternidad, quiero ponerme a sus pies y servirle aunque yo no lo merezca.
Llega el guardia. Se acerca mi hora. Ya le dije que sí, me arrepiento, ¿no basta con eso? ¿no se supone que si un alma se muestra dócil a los designios del Señor debiera ser perdonada por los hombres? Lo había olvidado, estos no son hombres, son bestias, ¿para que me desgasto en suplicar clemencia? Todo esta consumado. Y al final de esta catacumba veo la luz, no la del cielo donde habitan las almas puras, sino la de nuestra estrella solar magnificente, acogedora. Mirarán desde el cielo mi desnudez, la suciedad de mi cuerpo que estos animales del mal mantienen putrefacto con sobras de vísceras de cerdo y pollo y la humedad de una celda llena de ratas.
Ahora entiendo a mi Señor quien siendo desde lo alto, se sintió abandonado por el Padre.
"Hombres del Señor" pronuncia en el inicio el discurso del vicario inquisidor. "Hoy cumplimos la promesa del Reino de los Cielos enviando a los infiernos a los impuros, a los sacrílegos, brujas y hechiceras, hijos del maligno". La multitud se enciende rabiosa, deseosa de ver rodar la sangre de quienes hemos sido condenados a morir. El sol me irrita los ojos y siento sudar por mi cabello enredado, sucio y maloliente. El vicario terminó su discurso y fui el primero en ser subido a la tranca de madera donde el verdugo enmascarado amarra mis manos y cabeza por entre la línea del descenso del acuchillador. Tenso cada uno de los músculos que puedo percibir y prefiero no ver a esa morbosa multitud de tullidos del pensamiento. Una mano hace indicar que ha llegado el último momento.
¿Qué pasó? ¿Dónde me encuentro? Es un sueño o estoy en el cielo. No me he alejado del lugar donde mi cuerpo yace ya desvencijado. ¿Estoy metido en otro cuerpo? Todo es confuso. No se escuchan los lamentos de las damas venturosas que dedican toda una vida a rezar por quienes desviaron sus pasos. No se escucha a las gritonas ni el crepitar de las manos de los locos que golpean a diestra y siniestra el templete de madera para las ejecuciones. He terminado, aquí no hay nada más. Siento que me voy, que me pierdo en el infinito. Me desvanezco, me separo, me pierdo... me han aniquilado. No me despido, no tengo a quién decirle lo que siento. No veo luz ni firmamento. No percibo olores. No veo. No hay un corazón debajo de mi cabeza que esté incomodando mi respiración porque tampoco respiro. Esto es como un tiempo en el que el lago me alegraba, nadando horas matinales bajo la cascada, inmóvil, quieto. Así me siento ahora, hundido bajo un agua muy profunda, sin luz, sin sonido, sin dolor. Vamos a ver si me despierto.
Joe Barcala
Moriré en paz con mi alma, pues aquel anciano estaba sufriendo y fue él quien me pidió que le encendiera unas velas y le aromatizara el cuarto con incienso. No era ninguna ofrenda a satanás. No era un conjuro de hechicería. Era simple y llanamente el cumplimiento de un deseo. Al menos el viejo murió como quería.
Y las estrellas del cielo son conscientes de mis pasos. He cantado a mi señor los salmos de honor por las mañanas y el Ángelus a las doce y a las seis. No me queda más que esperar el último aliento de este efímero cuerpo y abrazar por fin a mi Señor. Habré de alabarle por toda una eternidad, quiero ponerme a sus pies y servirle aunque yo no lo merezca.
Llega el guardia. Se acerca mi hora. Ya le dije que sí, me arrepiento, ¿no basta con eso? ¿no se supone que si un alma se muestra dócil a los designios del Señor debiera ser perdonada por los hombres? Lo había olvidado, estos no son hombres, son bestias, ¿para que me desgasto en suplicar clemencia? Todo esta consumado. Y al final de esta catacumba veo la luz, no la del cielo donde habitan las almas puras, sino la de nuestra estrella solar magnificente, acogedora. Mirarán desde el cielo mi desnudez, la suciedad de mi cuerpo que estos animales del mal mantienen putrefacto con sobras de vísceras de cerdo y pollo y la humedad de una celda llena de ratas.
Ahora entiendo a mi Señor quien siendo desde lo alto, se sintió abandonado por el Padre.
"Hombres del Señor" pronuncia en el inicio el discurso del vicario inquisidor. "Hoy cumplimos la promesa del Reino de los Cielos enviando a los infiernos a los impuros, a los sacrílegos, brujas y hechiceras, hijos del maligno". La multitud se enciende rabiosa, deseosa de ver rodar la sangre de quienes hemos sido condenados a morir. El sol me irrita los ojos y siento sudar por mi cabello enredado, sucio y maloliente. El vicario terminó su discurso y fui el primero en ser subido a la tranca de madera donde el verdugo enmascarado amarra mis manos y cabeza por entre la línea del descenso del acuchillador. Tenso cada uno de los músculos que puedo percibir y prefiero no ver a esa morbosa multitud de tullidos del pensamiento. Una mano hace indicar que ha llegado el último momento.
¿Qué pasó? ¿Dónde me encuentro? Es un sueño o estoy en el cielo. No me he alejado del lugar donde mi cuerpo yace ya desvencijado. ¿Estoy metido en otro cuerpo? Todo es confuso. No se escuchan los lamentos de las damas venturosas que dedican toda una vida a rezar por quienes desviaron sus pasos. No se escucha a las gritonas ni el crepitar de las manos de los locos que golpean a diestra y siniestra el templete de madera para las ejecuciones. He terminado, aquí no hay nada más. Siento que me voy, que me pierdo en el infinito. Me desvanezco, me separo, me pierdo... me han aniquilado. No me despido, no tengo a quién decirle lo que siento. No veo luz ni firmamento. No percibo olores. No veo. No hay un corazón debajo de mi cabeza que esté incomodando mi respiración porque tampoco respiro. Esto es como un tiempo en el que el lago me alegraba, nadando horas matinales bajo la cascada, inmóvil, quieto. Así me siento ahora, hundido bajo un agua muy profunda, sin luz, sin sonido, sin dolor. Vamos a ver si me despierto.
Joe Barcala
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