¿Dónde cabe la fortuita senda de tu egoísmo? ¿Dónde escondes el calor que produce la avellanada forma de tu frialdad? Sobra importunarte. Eres cerro viejo de vino avinagrado. Y por las silvestres estepas me oculto para no intimidar arruinado por un pesimismo intenso que ingratamente percibo de los ojos que algún pasado tibio y engreído me invitaba, otrora con cinismo, vuelto hoy una vasta claridad malévola de incestuosa rebeldía manifiesta. Y huyo, de ti y de ese interno ser que me corroe pensando que a tu lado queda un viso de derretido chocolate amargo, al menos el rojo carmesí de la sangre simplemente sanadora, diosa del primer paso hacia la senda en la vuelta a ti, a tu vaga hermosura memorial, génesis de mi única integración, de mi victorioso encuentro con la única definición pragmática de esa flecha de cupido fantasmal.
Detrás de cada uno de mis pasos, avanzas victoriosa, inquisidora, verdugo cruel que agota mi paciencia si es que existiera, por si quedara. ¿Qué motivo tiene tu ríspida corona? ¿No te basta con huir? Y yo, que entresacando de la corteza de los árboles la resina tapa heridas, no giro el rumbo, no cambio el mapa, no tiro la brújula: me quedo ahí, tentando al destino, palidece la tarde, y murmuras en mi oído el trémulo solsticio fervoroso destructor y resucitador. Tienes por fin el descaro de hacerme tuyo nuevamente. Hechicera. Fornicadora. Vida mía.
Joe Barcala
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