Con el
tiempo, las escuelas fueron cubriendo una a una, las demandas del mercado
laboral y de los sistemas políticos que se inmiscuyeron para formar súbditos.
Así, se inició el sistema que perdura hasta nuestros días. Centros de instrucción
para crear máquinas de producción humana, capaces de resistir por largas horas
las demandantes exigencias del ambicioso e invasivo sistema productivo de las
sociedades y controlados bajo un régimen de obediencia y cumplimiento de la
ley.
La crisis
ha llegado a impactar de tal modo al ser humano, que hoy día no se entiende a
la educación como un modelo de crecimiento social sino de explotación laboral,
promoción del consumismo e inyección de ideas políticas. Los egresados ansían
tener un cargo dentro de las empresas pero no toman un libro; quieren el mejor
traje para lucir en los pasillos de las oficinas y la mejor tarjeta de crédito.
Ambicionan todo lo que se anuncia en la televisión pero no les importa la
historia, ni el drama que millones están viviendo por esta modelo económico que
invadió también a las escuelas y generó soldados capaces de dar la vida por sus
ideales, como en el despotismo ilustrado, con separación de clases sociales y
jerarquías.
El
conocimiento no importa si no genera ingresos económicos. Ser un buen maestro
también implica que tenga todas las credenciales posibles, aunque no sea un ser
humano, sino un burócrata que administra los intereses del mismo sistema
productivo; un calificador de logros en torno a la meta de incrustar a los
alumnos en el método prestablecido. No se premia la inventiva, ni la
curiosidad, ni la solidaridad. Por el contrario, se pretende que todos sepan lo
mismo, que controlen altos niveles de estrés, que aprendan a manejar la
frustración.
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