Porque no es lo que cargan lo que las define o las entiende, me he quemado las manos para reparar más de una al día. Tenerlas en mis manos llena mi espíritu. Ponchadura tras ponchadura, es como curar la herida a un perro y puedo distinguir desde la esquina si acaba de nacer o es una anciana pidiendo respeto y comprensión. Unas tienen más rayos que otras y, curiosamente, mientras más rayos tienen, más fuertes son, como las madres con sus hijos. Algunas pobres han llevado una verdadera vida de infortunio y me refiero a las ruedas de bicicleta no a las madres, aunque también. Son verdaderas heroínas, salvaguardas de la vida de muchos, aceleradoras del progreso de una comunidad y sin embargo, se les valora menos que un manubrio. Como las piernas y el cerebro. Y parecieran gatos porque muchas tienen más de siete vidas. Toman aire y avanzan, pero el día que por alguna razón se quedan sin aire, se ven tan deprimidas, como los oradores. Y si caminan chueco porque han perdido la línea, como los borrachos, todo resulta más difícil e incómodo; vibra el volante, el asiento y el conductor; justo como pasa con los borrachos al manejar un auto: hasta las líneas de la carretera se mueven.
Pero son mágicas, serviles, atentas y uno de los mejores inventos que han existido. Algunas llegan a permanecer meses sin uso y vuelven al paso tan campantes, sólo avientan el polvo de manera uniforme y relinchan cual caballos. Otras, tras el abandono se achicopalan, como los animales maltratados, no les es fácil volver a confiar ni en su propio cuerpo.
Y saben adaptarse a cualquier superficie, por dura e irregular que pueda ser, como los líderes y sólo se sienten frenados en la arena que es como la gente apática, que ni avanza ni deja avanzar y suele dejarse llevar por cualquier ventisca. Benditas ruedas de bicicleta, duras ante los retos y suaves para arrastrarnos con delicadeza por la superficie, haciéndonos la vida más sencilla.
Joe Barcala
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