Un par de horas les bastaron para reposar en aquel día de hirviente sol y fiesta del pueblo. Luego se levantaron de la hamaca y sobre sus propias plantas caminaron a lo largo de la calle hasta el centro del pueblo para ver las luces multicolores de los fuegos artificiales en el cielo estrellado. Tomados de la mano, como es su costumbre y necesidad, los hermanitos Arellano Díaz, hijos de una pareja de primos hermanos, de oficio pescadores, vagaban diariamente por el pueblo sin pronunciar una palabra. Ocasionalmente, gracias al recurrente paseo entre las cortas veredas del lugar, saludaban a los pocos habitantes que durante el día se aparecían por ahí. La mayoría abordaba el autobús mañanero para acudir a sus fuentes de trabajo en las plantas procesadoras de pescado que se instalaron luego de la revolución más allá del cerro de las tres crestas.
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